¿Quién es el Maestro?

Joy Mills nos invita a explorar la idea del Maestro y cómo se relaciona con nuestra propia conciencia interior.En La Escala de Oro, la hermosa y concisa declaración dada a sus estudiantes por H. P. Blavatsky, dos de los peldaños contienen referencias al Maestro:

«un leal sentido del deber hacia el Maestro, y una obediencia voluntaria a los mandatos de la Verdad, una vez que hayamos puesto nuestra confianza en ella y creamos que el Maestro la posee»
Para el estudiante sincero que está tratando de guiar su vida por los preceptos dados a conocer por HPB, la pregunta surge inevitablemente: ¿Quién es el Maestro? Esta es una pregunta particularmente relevante en estos días, cuando la llamada «industria de los gurúes» produce un nuevo «modelo» casi todos los años. Antes de que uno pueda experimentar un leal sentido del deber hacia otra persona, y ciertamente antes de que podamos obedecer voluntariamente a los mandatos de la Verdad procedentes de la misma persona, uno necesita tener cierta seguridad de que esa persona es poseedora de la Verdad.

Entre los conceptos básicos presentados ante el estudiante de la filosofía teosófica, está la idea de que existe y ha existido a través de toda la historia humana, una jerarquía de Adeptos. Muchos que han leído la historia de la Sociedad Teosófica reconocen que los responsables de su establecimiento en el mundo atribuyeron sus ideales y los mensajes que debían entregar, a ciertos Maestros espirituales, Mahatmas, o Maestros de Sabiduría. En consecuencia, el estudiante de Teosofía, ascendiendo por los peldaños de La Escala de Oro, puede automáticamente identificar al Maestro con uno u otro de los Mahatmas a quien alude Madame Blavatsky. Pero tal identificación realizada sin pensar no responde necesariamente a nuestra pregunta. Incluso si uno acepta que la referencia a La Escala de Oro tiene relación con el propio Maestro de HPB, ¿cómo podríamos tomar contacto con ese Maestro (como nuestro propio Maestro) de una manera que nos genere la más profunda confianza de que en realidad se halla en posesión de una verdad que debemos obedecer?

El asunto completo se complica aún más, debido a un factor que se enfatiza una y otra vez no sólo en la literatura teosófica, sino en toda la genuina literatura ocultista. Ese factor es la necesidad de que todo estudiante piense independientemente y llegue a sus propias conclusiones, para que desarrolle una medida de autosuficiencia, en vez de seguir ciegamente los dictados de otra persona. De modo que el asunto se torna muy sutil. ¿Cómo ser leal a un Maestro que no conocemos, y al mismo tiempo aceptar la necesidad de pensar las cosas por uno mismo? ¿A quién debemos ser leales, y en qué consisten la lealtad o la obediencia voluntarias?

Cuestión de Autoridad

Podemos ser leales a un buen amigo, deseando defender a ese amigo bajo todas las circunstancias porque lo consideramos básicamente una persona honesta, recta y moralmente ética. Otorgamos valor al buen juicio de ese amigo y a menudo aceptamos su consejo. Decimos conocer a nuestro amigo y que podemos confiar implícitamente en él. Pero no conocemos al Maestro, y a pesar de que no conocemos a esa persona directamente, tenemos a menudo la tendencia a aceptar, sin pensar mucho, lo que otras personas nos dicen que proviene de ese Maestro. Eso nos lleva inevitablemente a considerar qué es lo que para nosotros constituye una autoridad. Todos aceptamos distintas autoridades en diversas áreas de nuestra existencia, y en muchos casos nos sometemos voluntariamente a ellas sin pensarlo. Por ejemplo, si nos hallamos en una ciudad extranjera y pedimos que se nos indique una dirección, asumimos que una persona vestida de policía nos va a dar la dirección correcta. Si consultamos a un médico, asumimos que nos dará un diagnóstico correcto, hasta el punto de que si decidimos consultar una segunda opinión acerca de tal diagnóstico, buscamos a otro médico. Investimos a diferentes individuos de autoridad, porque consideramos que están debidamente calificados en determinadas áreas profesionales, y aceptamos con frecuencia lo que nos dicen sin dudarlo.

Sin embargo, en los asuntos relacionados con nuestro desarrollo espiritual, es necesario ejercer un mayor cuidado y entender con claridad lo que estamos haciendo antes de aceptar a autoridad alguna. Hay personas que, como bien sabemos, aceptarán solamente las palabras de H. P. Blavatsky como una autoridad; en cambio, para otras, Annie Besant, o C. Jinarajadasa, o G. de Purucker, o W. Q. Judge, constituirán la autoridad final en asuntos esotéricos. En tales casos, lo que surge es una aceptación incondicional de cuando la persona ha dicho o escrito. Tendemos a citar a esa persona casi continuamente, sin discutir las cosas en forma independiente, sobre la base de nuestro propio juicio y conocimiento, sino de la presunta autoridad que uno ha aceptado sin pensar. Si pertenecemos a una escuela esotérica u ocultista, podemos llegar a experimentar una cierta medida de seguridad con simplemente seguir lo que el director de esa escuela nos dijo que aceptáramos. En tal caso, sin embargo, hemos fallado en reconocer el principal indicio de legitimidad de las escuelas de ocultismo, y es que el Maestro nunca le quita al discípulo la responsabilidad de tomar sus propias decisiones. En toda tradición oculta auténtica, cualquiera que sea la promesa efectuada, ella representa un solemne compromiso con nuestro propio Ser Superior. En la tradición budista, por ejemplo, se dice que no existe quien pueda hacer que un aspirante se convierta en Bodhisattva. Tal promesa sólo puede hacerse al propio Ser. Y la única autoridad que podemos reconocer es la de ese Ser, sabiendo que la violación de ese compromiso solemne le separará a uno, no de alguna autoridad o Maestro externo, sino de nuestro Ser Superior, que es el centro mismo de nuestra existencia.

De modo que el asunto se resume en determinar la forma en que podemos ponernos en contacto con ese Ser superior, ese Ser que al invocarlo nos asegure que el sendero que tomamos es el apropiado para nuestro avance espiritual.

Y si ésta es la autoridad definitiva, el verdadero Maestro, necesitaremos guía para ponernos en contacto con ese Ser Superior. Para proveer tal posibilidad, siempre han existido las escuelas de ocultismo en este mundo, pero las indicaciones ofrecidas son generalmente difíciles de comprender y casi siempre paradójicas en su naturaleza, porque requieren tanto una obediencia voluntaria a los dictados de la Verdad, como el desarrollo de un espíritu autosuficiente en la batalla, de modo que ninguno de estos dos aspectos acepte o rechace algo sin una cuidadosa consideración y referencia a nuestra percepción interna. Si bien toma cierto valor que el estudiante sincero llegue a pensar independientemente, no hay sustitución alguna para el coraje espiritual que se necesita para examinar cada idea que se nos presenta. A menos que estemos dispuestos a aceptar responsabilidad por nuestros pensamientos, decisiones, y creencias, es poco probable que nos transformemos en genuinos conocedores de la Verdad.

Cuestión de Responsabilidad

¿Cuál es, entonces, el criterio que debemos seguir? Tal vez sencilla y simplemente debemos comenzar por el punto donde nos encontramos, a pesar de que éste sea a menudo difícil en las exigencias que nos impone. Esto significa que debemos aprender a aceptar nuestra condición presente y operar dentro de la órbita de cuanto creamos saber o no. Uno puede engañar a los demás dándoles la impresión de que uno sabe más de lo que sabe, ¡pero es imposible engañarse a sí mismo! Aceptar nuestro «desconocimiento», no significa adoptar una credulidad manifiesta. Por el contrario, es una admisión honesta de que, si bien no es mucho lo que sabemos, sólo podemos incrementar nuestro conocimiento y entendimiento con la certeza de saber ciertas cosas. Inevitablemente, en esta etapa inicial, podemos recurrir a otras personas que parecen hallarse en situación de poder enseñarnos. Podemos recurrir a libros que intuitivamente podemos colegir que contienen un aura de autenticidad, no tanto porque ofrezcan lo que suponemos sean verdades definitivas, sino porque parecen llevarnos en la dirección donde yace la Verdad.

Sin embargo, cuando recurrimos a una autoridad externa, tenemos que asegurarnos de saber lo que estamos haciendo y estar dispuestos a asumir responsabilidad por nuestra elección y aceptación de ese Maestro externo. En otras palabras, si algo sale mal (lo cual podría ocurrir) y nos metemos en problemas, ¡tendremos que estar dispuestos a admitir que la elección que hicimos es la que nos metió en ese embrollo! ¡Cuánto más fácil no es en tales ocasiones culpar al Maestro!

Nos gusta decir: «Pero es que el Maestro me dijo que hiciera eso», o «¡Yo sólo estaba siguiendo las indicaciones de ese libro!» Pero, ¿quién escogió a ese Maestro, y quién escogió ese libro? También podría ser que hubiésemos escuchado sólo la mitad de lo que nos dijo el Maestro, o que hubiésemos leído sólo una parte del libro. El asunto es que si citamos a otra persona que creemos que tiene un mayor conocimiento que nosotros, esto es algo que debemos hacer producto de nuestra propia y profunda convicción de que lo que se nos ha dicho nos parece verdadero. No utilizamos a nuestras «autoridades» para silenciar las «autoridades» de otros, ino que empezamos a confiar en la silenciosa autoridad interna de nuestra propia percepción, humildemente conscientes de que, probablemente, aún no somos capaces de percibir la Verdad en su totalidad. A medida que procedemos mediante el estudio y la meditación a la comprobación de ideas considerándolas a la luz de nuestra propia capacidad intuitiva y la que nos proporciona el escenario de la existencia diaria, ganaremos en forma natural una mayor medida de confianza y una mayor certeza, y de esa confianza surgirán nuevos conocimientos. Aunque parezca paradójico, el conocimiento sólo crece mediante el conocimiento.

Cuestión de Origen

Este aspecto podemos analizarlo desde otro punto de vista en nuestros esfuerzos para identificar al Maestro. Una de las dificultades que confronta el estudiante serio de Teosofía, especialmente cuando lee los materiales originales de la Sociedad, es saber quién escribió qué. Esto puede parecer una declaración extraña, pero incluso un examen superficial de los hechos en torno a la producción de trabajos tales como La Doctrina Secreta y Cartas de los Mahatmas a A. P. Sinnett, (para mencionar sólo dos ejemplos de textos citados con frecuencia) revela de inmediato el problema.

Consideremos el asunto por un momento: el nombre H. P. Blavatsky aparece como la autora de La Doctrina Secreta, pero ¿quién era H.P.B.? Primeramente, tenemos ante nosotros a una mujer poseedora de ciertas características y rasgos de personalidad peculiares -una encarnación que confundía a los expertos, podríamos decir. Y también hubo un ocultista altamente avanzado que prestó servicio conscientemente como mediador entre quienes ella consideraba como sus Maestros Adeptos y el mundo que la rodeaba. Más aún, si vamos a aceptar los testimonios de quienes la conocieron, ella abandonaba en ocasiones sus vehículos para que sus Maestros los pudieran usar directamente. Sin efectuar un estudio detallado acerca del misterio de quién era H.P.B., nos vemos confrontados directamente con la cuestión de cuáles fueron las frases y declaraciones de La Doctrina Secreta que fueron realmente escritas, en esta múltiple complejidad, por quien usaba el nombre de H. P. Blavatsky. ¿Podemos nosotros, mediante nuestro propio pensamiento, percepción intuitiva, y capacidad para comprender, considerar cada declaración hecha en esos volúmenes basándonos en sus propios méritos? Y para más confusión, surge incluso la pregunta de quién escribió y quiénes fueron los verdaderos autores de las famosas cartas atribuidas a dos Maestros Adeptos, que incluso llevan sus firmas, dirigidas a A. P. Sinnett, A. O. Hume, y a otros. Hay declaraciones en las cartas que hacen notar que en varias ocasiones éstas fueron transcritas por discípulos, pero ocurre que, según se nos dice, tales discípulos se hallaban en diferentes niveles de desarrollo en cuanto a sus capacidades ocultas. Otras declaraciones hechas en las cartas sugieren la utilización de diversos métodos para su composición, incluyendo la «precipitación». En algunas ocasiones, las cartas fueron escritas personalmente por el Maestro y firmadas al final de la comunicación. No es nuestra intención examinar aquí esta cuestión en detalle, sino más bien resaltar el simple hecho de que sea cual sea la fuente de la cual procedan las enseñanzas que estemos considerando como instrucción e inspiración, no se nos exime de la necesidad de pensar independientemente, si lo que deseamos es descubrir la verdad por nosotros mismos.

Consideremos nuevamente el asunto del origen de las Cartas de los Mahatmas. Algunas de ellas, se nos dice, fueron producto de discípulos que posteriormente fueron considerados como «fracasos». ¿Invalida ello el contenido de tales cartas? Podríamos preguntar qué es lo que constituye «un fracaso», porque en cierto sentido el fracaso significa simplemente que el individuo se vio frente a algo que no pudo lograr. Sin embargo, ¡honremos a quien aspire a las alturas aunque al buscarlas fracase! La tradición oculta revela que quienes fracasen en un ciclo podrían llegar a ser Dhyan Chohans en el próximo. Ciertamente, en la vida espiritual es mejor poner nuestra vista más allá de lo que podemos alcanzar, en vez de conformarnos con las órbitas inferiores de nuestros puntos de vista.

De modo que al margen de si las cartas fueron escritas por los propios Maestros o fueron comunicadas a través de chelas, sigue habiendo en ellas un algo que inspira la mente y agita el corazón. Percibimos en ellas una validez inherente en la enseñanza que revela la existencia de un Maestro. La cuestión de su origen pasa a un segundo plano, cuando lo que deseamos no es la utilización de las cartas para citar una autoridad externa a nosotros, sino como un desafío para vivir la vida y descubrir nuestro propio sendero hacia la liberación. Cuando el asunto se contempla bajo esa perspectiva, la enseñanza que revela la existencia del Maestro apunta con mayor claridad hacia el Maestro interno -nuestro propio Ser Superior.

Reconociendo entonces al Maestro en las enseñanzas que se reciben desde fuera de nosotros, nos volcamos internamente para comprobar su validez mediante nuestra obediencia a los mandatos de la Verdad. Leales a la visión interna, hallamos los horizontes de nuestro conocimiento por siempre expandiéndose, descubriendo que aquello que parecía ser un Maestro externo es en realidad el verdadero Maestro Interno, porque Maestro sólo hay uno, el Atman Supremo, en quien reside toda la Verdad. Es a ese Maestro a quien nos comprometemos a cumplirle, y ésa es la Verdad que aceptamos voluntariamente. «Vive tu vida adecuadamente y alcanzarás la sabiduría», ha sido siempre el dictado de todas las genuinas escuelas de ocultismo. Tal vez se nos diera una clave en una simple declaración que se encuentra en las Cartas de los Mahatmas. Importa muy poco quién haya escrito esas palabras -Maestro o discípulo. Lo importante es que nos parecen verdaderas: «Yo puedo acercarme más a usted, pero es usted quien deberá atraerme purificando su corazón y desarrollando gradualmente su voluntad. Como ocurre con la aguja, el Adepto sigue a aquéllo que lo atrae». (Carta de los Mahatmas #47, en la edición cronológica). Ya sea si el Yo de esa declaración es un Mahatma externo, o si se trata del Ser Superior de cada aspirante genuino, ese Maestro-Atman que vive en su corazón es algo menos importante, que los simples requerimientos para alcanzar la Verdad. Los requerimientos impuestos en todas las edades para aquel que quiere saber quién es el Maestro son: un corazón puro, henchido de amor y compasión; una voluntad basada en una firmeza de propósito; una fidelidad al deber que nunca se intimide ante los fracasos o los éxitos; y serenidad bajo todas las circunstancias lo que nos llevará finalmente a comprender la Verdad Suprema, donde la enseñanza, el Maestro, y quienes la han aprendido, son uno.

Publicado en el Vol. XCIX de la revista The Theosophist, Junio de 1978